Pancho Cossío
Francisco Gutiérrez Cossío (San Diego de los Baños, 20 de octubre de 1894 - Alicante,
16 de enero de 1970), también conocido como Pancho Cossío, fue un pintor
español contemporáneo.
Hijo de padres también españoles, Genaro Gutiérrez, almacenista de
tabaco, que llegó a ser nombrado alcalde de Pinar del Río y, adelantándose a la
legislación española del momento, abolió la esclavitud en su hacienda, y de Casimira
Cossío y Mier. Poco después de nacer Pancho, estalla la guerra por la
independencia de la isla en 1898, la región es tomada por Quintín Banderas,
guerrillero que se distingue por su extrema crueldad con los españoles. Pero
las medidas abolicionistas tomadas por Genáro Gutiérrez hacen que el
guerrillero tenga la deferencia de facilitar la partida de la familia
Gutiérrez-Cossío. La familia regresa a la Península, a Renedo de Cabuérniga
(Cantabria), de donde es originaria. El regreso a España se realiza en dos
tandas, primero viajan los hijos mayores; después, los padres con los cuatro
hijos menores, entre ellos Pancho.
Allí permanecen hasta 1909, momento en que se trasladan a la
capital Santander. El niño sufre un accidente en una pierna, el que reduciéndole
en lo futuro a prolongados reposos, determinará, entre otras razones, su
vocación por la pintura. A los 13 años toma lecciones de dibujo de Francisco
Rivero. En 1914, decidido a ser pintor, se traslada a Madrid, y por
recomendación del abogado Gregorio Campuzano, ingresa en el taller de Cecilio
Plá. En él permanecerá hasta 1918, y recordará siempre con gratitud las
enseñanzas del viejo pintor. En 1919 toma estudio en Madrid, en la calle de
Fernando el Santo, y el año siguiente lo deja transcurrir en Santander. Durante
el bienio 1921-1922 se desinteresa de la pintura académica, no obstante
comprender que en España le va a ser difícil triunfar con ninguna otra.
Así, en 1923 marcha a París con el escultor, también montañés,
Daniel Alegre. El propio año envía un desnudo al Salón de los Independientes.
La obra pasa inadvertida, pero Cossío logra venderla luego por 300 francos. En
1924 participa en el Salón de Otoño con otro desnudo, y esta vez sí atrae la
atención de los críticos.
En 1925 ingresa en el grupo de pintores jóvenes españoles
establecidos en París (Francisco Bores, Hernando Viñes, Ismael de la Serna) y
va naciendo su primer y personalísimo estilo. Desde la fundación, en 1926, de
«Cahiers d'Art», el grupo, y sobre todo Cossío, contarán con el más prestigioso
apoyo del momento. Tras realizar dos exposiciones (1928 y 1929) firma un
contrato de exclusiva con la Galerie de France, entidad que fracasa en 1931. En
1932, regresa a España, primero con vagos proyectos de trasladarse a
Norteamérica, luego, lo que efectúa, con los de intervenir en política estatal.
Se afilia a las JONS de Ramiro Ledesma Ramos y funda la delegación de
Santander. Su militancia fue siempre inquebrantable: tras el Decreto de
Unificación se mantuvo del lado hedillista, acusando a los
"movimentistas" de traidores a la causa nacionalsindicalista. De aquí
que entre 1933 y 1940 la actividad pictórica del artista sea muy escasa. En
1944 expone en Madrid, obtiene un señalado éxito y luego de trabajar en
silencio hasta 1948, comienza su serie de soberbias exposiciones en Barcelona,
Madrid y Santander. Concretamente, la de 1950 en el Museo de Arte Moderno de
Madrid significa la consagración de Cossío. Es inútil continuar agregando
noticia de más exhibiciones, aparte la obtención de la Medalla de Honor en la
Exposición Nacional de Bellas Artes de 1962 y la sala especial a que fue
invitado en igual certamen de 1966. Los últimos años, Cossío pasó la mayor
parte de su tiempo en Ibiza y en la Albufereta, de Alicante.
Hasta aquí el accidente biográfico de Cossío, pudiera parecer en
exceso detallado para quien no acertase a advertir en sus líneas la portentosa
capacidad de renuncia, ruptura y vuelta a empezar del gran artista. Los cuadros
de su primerísima época, vistos en Santander (en su casa familiar y en el
Ateneo), composiciones a base de vivos colores, muy personales de concepto,
hubieran podido constituir plenitud para otro cualquier pintor. Cossío renuncia
a ella y la sustituye por la interesantísima pintura de la etapa de París,
difícil de definir, como no sea hablando de un poscubismo curvilíneo, sin
ningún débito a Picasso, con más de uno respecto de Braque. En 1932, esta bella
obra de mares, veleros, tormentas, copas, frutas y sombreros hongos, tenía ya
su gloria asegurada con una sola condición: con la de que Cossío hubiera
continuado en París. Pues bien, tira la gloria por la ventana y se vuelve a
España. Todo lo anterior no le sirve de nada. Ha de volver a empezar. Y
empieza, por ejemplo, con ese increíble retrato de su madre, de 1942, tan
óptimo como si estuviera firmado por Rembrandt; o con el Bodegón de las
porcelanas, de 1945, con un lujo de calidades ya casi inverosímil en nuestra
era. Ambos cuadros comienzan a guiarnos por las predilecciones genéricas de
Cossío, que son, aparte de las dos enormes composiciones religiosas en la
iglesia de los carmelitas de la Plaza de España, de Madrid, el retrato, la
marina y la naturaleza muerta. O, para ser más exactos: retratos como
apariciones, marinas habitualmente unidas a una sensación de desastre, y
naturalezas vivas o muertas que, aun integrándose con tan sólo un recipiente de
cristal y una breva, y tanto mejor cuanto mayor sea la cantidad de elementos
reunidos, exhalarán un general destello de geometría dominada, de suculencia
misteriosa, de sabores fríos, helados, distinguidos. O tanto dará que, en lugar
de esas frutas habituales haya naipes franceses, o cualquier otra fruslería,
porque la fruslería ascenderá inmediatamente en nobleza pictórica. Incluso cada
firma de Cossío es, en su rigurosa ordenación, una naturaleza viva minúscula.
Ciertamente, los principios acabados de enunciar son los comunes a
la obra de toda la etapa española de Cossío y no quiebran ante la progresiva
sintetización y abreviatura de los años últimos, en, que todo se hace más
fantasmal, con blancos más refulgentes. Con lo que acabamos de llegar al color
y a la considerable responsabilidad cromática en el deleite de la pintura de
Cossío. En primer lugar, vaya por delante la constatación de que éste jamás
pintaba con colores preparados industrialmente, sino que se molía y cocinaba
sus tierras con la misma honestidad primitiva de un maestro del siglo XVII.
Tierras, generalmente, en las que los tonos dominantes son los blancos, los
grises, los ocres, con toda una infinita cantidad de variantes. Finalmente,
entra en juego la no definible brujería de Cossío, para dotar a sus superficies
de unos lujosos fulgores, de unos prestigios viejísimos, de unas condiciones
tan suntuosas y halagadoras a la vista que cada uno de sus cuadros, por recién
pintado que esté, ya muestra apetencias museales, de obra maestra sescentista
con derecho a sitio en el Prado o en el Louvre.
Así, la semblanza general de Cossío (tan inhabitual, tan fuera de
serie cual todo lo que a él toca) será tan complicada cual la que sigue: el
gran pintor español novecentista que, partiendo del poscubismo y habiéndose
acercado hasta a dos milímetros de la no figuración, ha realizado la pintura
más hondamente tradicional conocida por el siglo XX.
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